Y cuando la contemplaba con la mirada perdida en la nada
podía imaginarme a esa niña de cinco años,
arriba de un árbol sintiéndose poderosa,
sintiéndose libre, sintiéndose Felicidad.
Mi madre fue la cuarta hija de entre diez hermanos y la única que desde tan pequeña se levantaba todos los días aún de madrugada con los ojos adormecidos, los frotaba con sus pequeñas manos y se levantaba de un salto para lavarse la cara con el agua que había dejado el rocío en las hojas la noche anterior para rápidamente después, ir a ordeñar las vaquitas y preparar el desayuno para don Luciano, su padre. Ella tenía un cerdito pinto con el que platicaba todas las mañanas mientras lo alimentaba, le contaba historias de sirenas con caras horrendas y lenguas largas que habitaban los manantiales del pueblo y salían por las noches a cantar una pena de dolor junto con los grillitos que ahí moraban cuando de repente, ¡Oh no! había alguien que siempre la interrumpía…
—No te encariñes con él, Felicidad. —Le decía su padre con dureza. Era un hombre de mirada recia y voz inquebrantable. Él no dejaba que sus hijos se encariñaran con los animales, por el triste destino final que le tocaba a cada uno de ellos; era de los que no decían te quiero, de los que sentían poco.
Felicidad era como un hada pequeñita que revoloteaba entre las flores amarillas y corría sobre las cristalinas aguas del manantial, se acostaba sobre la hierba viendo al cielo e inventaba figuras con los cúmulos, se volteaba y a su lado observaba saltamontes, mariposas y catarinas de vez en cuando, luego subía al arbolito de ciruelas y se trepaba de rama en rama, hasta donde su pequeño cuerpo se lo permitía y entonces podía mirar el valle, la laguna, las montañas que rodeaban el pueblecillo donde vivía, y se sentía gigante, se reía sola y hablaba sola, y soñaba que algún día se convertiría en lo que soñaba pero entonces, solo tenía que disfrutar del paisaje. Tenía la vida que uno suele desear cuando es mayor y ya nada le llena, cuando después de tener todo en forma material no es suficiente y es entonces, que uno se decide a apreciar la vida y a ver esos detalles en la cotidianidad, podría pensarse que ella era afortunada.
Y a sus siete, tan rápido el tiempo la alcanzó.
Cuando era tiempo de siembra, don Luciano y sus hijos varones se iban a las cuatro de la mañana a preparar la tierra y a hacer los surcos para las semillas, sacaban a pastar a los borregos que, si uno se descuidaba, solían perderse entre las colinas. También cuidaban que ningún animal se viniera a comer los primeros brotes del maíz, las calabazas y los tomates. Para cuando mi madre tenía edad se iba con sus hermanos a cosechar y cuando ni bien salían los primeros rayos del sol bajaban al pueblo a vender sus verduras tiernas y fresquecitas.
Con los diminutos pies descalzos y empolvados brincaba los charcos de lodo que aparecían en el camino, corría con la canasta, caía y se volvía a levantar, pero estaba tan feliz y satisfecha de la rutina del día, con la sonrisa desdentada de oreja a oreja, y con tres centavos en su bolsa para ella solita. Cuando uno es pequeño aún no conoce la magnitud de una vida precaria y de la injusticia social en el mundo, y lo acepta y trabaja, y trabaja, hasta que se le han ido los años esperando algo mejor que nunca llega, así veía pasar los días la madre de Felicidad, mi abuela, una mujer profundamente desdichada, estancada. Desde que el padre de mi abuela decidió darla en matrimonio con un hombre bastante mayor a cambio de alimento para el invierno, para ella su vida dejó de tener el sentido que toda mujer aún inocente le da a sus años, y con un profundo resentimiento vivió, con una mirada triste y un rostro en el que se reflejaba el puro sabor amargo de su decepción, de algo que le habían arrebatado.
Felicidad veía su casa apenas asomándose a lo lejos y entonces pegaba una veloz carrera para correr hacia su madre y darle dos de sus monedas, deseando en lo más profundo de su ser que ese día sí habría un abrazo, uno, aunque sea pequeñito y que después le dedicaría una sonrisa de orgullo. No sé cuántos días esperó.
Cuando Felicidad solía hacer alguna travesurilla, mi abuela enfurecida tomaba piedras, y mientras su pequeña hija corría se las aventaba con ambas manos, cayendo su tino en el tobillo, la espalda y a veces en la cabeza. La pequeña que ya se le habían salido un par de lágrimas del dolor y hasta un chichón, se refugiaba en una cuevita en el manantial hasta que cayera la noche, entonces podía regresar a casa en cuclillas y acostarse a dormir. Conforme crecía, menos podía librarse de los castigos, menos podía librarse de palabras hirientes que su madre repetía una y otra vez. Su padre no era la excepción. Sus hermanos no eran la excepción.
Y a sus trece, la vida cambió.
El cansancio, quizá la fatiga y la desesperación. Las ampollas en las manos cada mañana al arar, la tierra entre las uñas, el sol quemando su cara o el trabajo bajo la lluvia y los truenos que tanto miedo le daban, los desmayos, despertar y tener que levantarse sola, los privilegios de sus hermanos varones, las groserías de la gente, las miradas de señores grandes hurgando por sus vestidos, el que nadie te crea por no “valer nada”, que renunciar a sus sueños por ser mujer, renunciar por no tener opción, por no tener nada. Luchó por lo que quería tanto como pudo, pero las responsabilidades de hija le llegaron temprano, sus manos se agrietaron, sus cicatrices no sanaban, su rostro se endureció.
Y un día, todo olvidó.
Pero no olvidó el día en que hacía una tarde preciosa, de esas en que el cielo se torna rosa antes de caer la noche para justo después llover, la paz fugaz de mirar hacia arriba a respirar y la confusión de quien se mira a lo lejos con paso presuroso y la cuarta en la mano mirándola enfurecido y sin parpadear ya estaba frente a ella tomándola del pelo, llevándola a rastras adentro y dejándola caer al suelo. El sonido crudo de los golpes se esparció por toda la casa y pronto se mezclaron con los truenos de la tormenta, nadie haría nada. Todos miraban. Y mi abuela jamás lloró, ¡No hizo nada! Y el abrazo, ese abrazó nunca llegó. Los golpes, los gritos y el accidente de la casa que se vino abajo, donde le dejaron morir la esperanza, donde le hicieron sentir el abandono y la desilusión entera venía acompañada de preguntas en su cabeza de qué había hecho mal.
Y luego se marchó.
Mi madre no abrazaba mucho ni decía te quiero, su mirada penetrante me hacía bajar la guardia, yo la tomé de la mano al tiempo que me contó una historia, y luego perdonó. Ella no se acordaba de mucho, ni siquiera sé si la breve sensación de felicidad existió, pero me gustaría creer que, en algún momento de su vida ella se detuvo a contemplar su alrededor, mientras secándose el sudor con el brazo y tapándose la cara del sol, tomando un breve respiro sintió el viento acariciando sus mejillas rosadas, o quizá un día corrió y corrió hasta no poder más y simplemente rió… Ojala hubiese sido así. Cuando la contemplaba con la mirada perdida en la nada, me la imaginaba feliz como un chapulín entre las colinas, o arriba de un árbol sintiéndose poderosa, sintiéndose ella misma. Y le inventé la felicidad.
Yo me fui cuando más debí amarla, cuando sus ojos pedían que me quedara un poco más y volteé sólo para dejarle mi corazón entero, porque era de ella, de quien me salvó cuando yo no sabía a dónde ir. Pero en noviembre ella viene entre flores amarillas y luces que la guían, cierro los ojos y me abraza, me sana, cierro los ojos y me llena el alma de todo aquello que le faltó. Y cuando se marcha no mira atrás, sólo desaparece.